Mucho ruido para tanto silencio
- Facundo Zurita
- 7 mar
- 5 Min. de lectura

La última dictadura cívico-militar argentina propiciaba un clima de época tenso donde el miedo a lo no narrado, lo oculto, impregnaba el imaginario popular, como una especie de fuera de campo que era impuesto por el gobierno de facto, cuya censura no alcanzaba solo a las películas sino también al imaginario popular. Con la era dorada del cine argentino cada vez más lejana y la generación de cineastas del 60 ignorados por el público general, la cinematografía del país que se exhibía era controlada por el gobierno, ya que promovía la limitación de la cartelera a un cine mainstream vacío que sólo pretendía entretener con el fin de ocultar la realidad del fuera de campo. Además, censuraba los filmes extranjeros más osados en sus propuestas narrativas y de puesta en escena que pudieran politizar la mirada del espectador promedio. En ese contexto es que surge Adolfo Aristarain y su película Tiempo de Revancha, de 1981, estrenada aún en dictadura.
La película nos presenta a Bengoa, un dinamitero ex sindicalista que pretende abandonar su pasado militante y busca autoengañarse con la falsa idea de que ese pasado idealista fue un error. Con un padre que le recrimina su decisión de trabajar en una mina, viaja a otro lugar, alejándose lo más que puede de Buenos Aires para construir un presente nuevo sobre los cimientos de otra tierra. Buenos Aires representa su pasado fallido, su militancia equívoca según su visión actual. Con lo que no cuenta Bengoa es que su propio viaje simboliza una extensión de lo que él fue; cualquier personaje de esas características lleva consigo lo que fue. Como es el caso de Di Toro, un ex compañero de militancia que a toda costa quiere evitar. Y tampoco cuenta con que el camino que ha empezado en esa nueva tierra está plagado de obstáculos. Cuando su padre fallece es que Bengoa se replantea su postura, ya que este siempre le recordaba lo cobarde que era al abandonar su pasado sindicalista, por lo que su personaje representa esa llama militante que Bengoa perdió, esa avidez por la lucha de los trabajadores, por lo que su aparición implica una repetición constante del verdadero error que cometió Bengoa al abandonar esa vida. Por ende, la muerte del padre permite que el protagonista se detenga a repensarlo, y así, paradójicamente, reanimar la llama. Este impulso se verá potenciado por las irregularidades de la empresa minera Tulsaco. Con el solo hecho de haber perdido sus valores y la reafirmación de la existencia de un mal mayor le permiten al protagonista regresar a su rumbo político (pierde sus esperanzas, para recuperarlas con más fuerza).

Bengoa, en el backstory del relato del filme, escapa de un primer intento fallido de militancia y aquí se le presenta una nueva oportunidad, casi como parte de algo predestinado, o por lo menos como algo incontrolable. Ahí surge el plan de Di Toro por provocar un falso accidente a partir de una explosión organizada para extorsionar a la empresa por una gran suma de dinero. Naturalmente esto sale mal y las manos de Bengoa se cubren por la sangre de una nueva muerte, la cual también está relacionada a su pasado, con mayor conexión. Este es el impulso final que el personaje necesita para explicitar su propio retorno a la democracia, simbolizado por el acto de dinamitar la tierra. Es el fin de un camino de dudas que atormentaban al personaje y da lugar a un recorrido de certezas ideológicas pero aún más complejo que el anterior. Tal vez sea una de las mejores metáforas de nuestro cine sobre el paso de la dictadura a la democracia, el fin de un encierro material y la apertura de una libertad condicionada pero con la euforia por defender los derechos humanos.
Aquí empieza el camino del silencio. Lo que antes era ruido, su pasado sindicalista, ahora tiene que convertirse en silencio. Debe trabajarlo porque es una acción que no refleja a su versión anterior, que no conoce lo que es callarse. Porque su silencio inicial del relato tiene que ver con la decisión cobarde por ocultar su identidad, no con una acción política. Es un rechazo a la no narración mencionada al principio de este texto. En esta segunda oportunidad debe probar una nueva manera de militar. Se presentan conflictos a nivel personal para el personaje que lo llevan a perder su matrimonio. Hay aquí un primer sacrificio, más sentimental, como lo fueron las muertes que suceden en el relato. Aunque los grandes obstáculos provienen de la corporación, un mal que se expande sin límites, un mal que se va despojando de su forma física para transformarse en algo casi intangible. Ya no solo se apodera de la imagen, también del sonido. Y cuando el protagonista cree haber ganado, el mal se apodera de la realidad que lo rodea al profundizar la capacidad de las grabaciones. Un mal que se apodera del relato.

Previo a la explosión, que se utiliza como punto medio del relato, Bengoa mantiene una postura política falsa, impuesta, carente de valentía, de valores. Es a través de la ausencia de su propia voz, casi como un retorno necesario a la escucha y la observación, que puede encontrar respuestas y herramientas de lucha, y ni hablar de motivación. Esto permite mostrar una forma de militancia más compleja, que no se resuelve a los gritos, como impone Larsen, el excéntrico abogado que termina despidiendo, sino usando todas las exclamaciones posibles con el lenguaje: palabra escrita, palabra oral pero mecánica, palabras dichas por otros pero que lo representan y el propio silencio.
La ópera prima de Adolfo Aristarain es La parte del león, un film que propone la corrupción espiritual del hombre común dentro del sistema capitalista. En Tiempo de revancha esa expansión del sistema es total, se encuentra en todos lados, pasa a conformar un estilo de vida, enmarcada en la navidad, que engloba al relato. El dinero ya no importa, por eso Bengoa abandona la motivación económica. Abandonó su dimensión social, familiar y laboral. Solo le queda él mismo. Su cuerpo. Esa es su última herramienta. Y ese es el último sacrificio. Para poner fin a este mal sacrifica una parte de su cuerpo, la lengua, para alcanzar así el verdadero silencio.
Reinterpretar esta película me lleva a repensar las posibilidades del cine al contar posturas políticas en las historias como metáforas. Como cineasta, pero también como espectador, veo necesario volver a esta narración como posibilidad de militancia, tanto política como artística. Este silencio como medio para encontrar las palabras suena esperanzador. Ya no con la acción final de Bengoa, sino con otra actitud y postura. Porque el presente sí lo permite, permite la expresión, a diferencia de los tiempos de la dictadura. La censura ya no es cuidada ni severa, ahora es más alevosa, sin miedo a mostrar sus objetivos. Y se suma otro problema, la ausencia de pensamiento crítico. Aunque el cine es el medio para pensar sin caer en un silencio total.
Por Facundo Zurita
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