Gritos y susurros
- Homero Alsina Thevenet (H.A.T.)
- 24 ene
- 10 Min. de lectura
Cuartetos para actrices, opus 34

Durante 1971 y 1972, mientras Bergman rodaba y ajustaba este film, se dio a conocer un texto que es en cierto sentido su libreto. Fue escrito en sueco, pero se divulgó luego en varios idiomas (hay traducción inglesa en THE NEW YORKER, octubre 21, 1972) y permitió otra aproximación a los mecanismos de trabajo que son habituales en su creador. En forma similar a lo que hiciera con otros films, Bergman escribió una versión preliminar, en la que figuran la anécdota y solamente algunos de los diálogos, pero sin ninguna indicación de técnica cinematográfica: ni primeros planos, ni fundidos, ni movimientos de cámara. El texto puede ser leído como un cuento, aunque está precedido de algunas palabras de exhortación "Queridos amigos: Ahora haremos juntos un film...") y de explicaciones incidentales sobre personajes y acción. En cierto sentido el texto es más pobre que el film, porque carece de su impacto visual y sonoro, pero en otros sentidos es más rico, sea porque. ayuda a fijar algunos datos del drama, sea porque ilustra cómo después trabajaría Bergman en el rodaje y en la compaginación, eliminando algunas pequeñas escenas o alterando su sitio en el conjunto. En el segundo párrafo el autor escribe:
"A medida que doy vueltas a este proyecto en mi mente, nunca se sostiene como un conjunto completo. A lo que más se parece es a una corriente oscura y fluída: rostros, movimientos, voces, gestos, exclamaciones, luz y sombra, tonalidades, sueños. Nada fijo, nada realmente tangible más que por el momento, y aun así sólo un momento ilusorio. Un sueño, una nostalgia, quizás una expectativa. Un miedo en el cual lo que es temido nunca se pone en palabras".
Poco más abajo agrega:
"Hay una peculiaridad: todos los escenarios interiores son rojos, en diversos matices. No me pregunten por qué debe ser así, porque no lo sé. Me lo he preguntado, y cada explicación me ha parecido más cómica que la anterior. La más directa, pero asimismo la más válida, es probablemente la de que todo el asunto es algo interno y que siempre, desde mi infancia, me he figurado el interior del alma como una membrana húmeda en tonos de rojo".


Estas obsesiones, a veces poéticas y a veces truculentas, han sido la materia prima con que Bergman ha moldeado sus films más sentidos: El demonio nos gobierna, Juventud divino tesoro, Noche de circo, Cuando huye el día, Detrás de un vidrio oscuro. En esa vida interior se alternan el pasado, el infierno, el amor, la búsqueda de Dios, y a veces el toque grotesco o cómico de una pesadilla recordada en la lucidez. Pero son sólo un costado de Bergman. Hay otra vertiente en la que un Bergman profesional, ordenado y metódico, trabaja sus obsesiones y las convierte en relatos cinematográficos para consumo ajeno. Sus mejores films nacen de esa armonización.
A la inversa, ha hecho films en los que las obsesiones no estaban todavía manejadas por una competencia profesional y derivan a relatos irregulares, con baches, asperezas y excesos (El demonio nos gobierna, 1948) y otros films que, en el otro extremo, parecieron hechos por un artesano sin suficiente inspiración, como un juguete o como una concesión a poderosos mecanismos comerciales (Una lección de amor en 1953, El ojo del diablo en 1960, El toque en 1971). En perspectiva, importa destacar que Gritos y susurros integra la parte mejor de la obra de Bergman. Por un lado, se apoya en una preocupación profunda por el ser humano y en un examen de caracteres y sentimientos, hasta la obsesión de la muerte; por otro, sobresale en estructura, en lenguaje, en plástica cinematográfica, a un nivel nunca logrado por su creador.


La síntesis más breve del tema fue escrita por el propio Bergman: "Tres mujeres que están esperando que una cuarta mujer muera y que se turnan para cuidarla". La enferma es Agnes (Harriet Andersson), recluida en su casa con cáncer en el útero; quienes la cuidan son sus hermanas Karin y Marie (Ingrid Thulin, Liv Ullmann), venidas especialmente al hogar paterno, y la sirvienta Anna (Kari Sylwan), que ha sido su única compañera durante los últimos años. La anécdota no se prolonga más allá de ese esquema: enfermedad, vigilia, muerte, entierro, separación. Pero en cambio se desarrolla por dentro, explorando en esos personajes y en sus complicadas relaciones recíprocas, que incluyen alguna paradoja. Se advierte que Karin y Marie cuidan a Agnes sin sentir un profundo amor por ella, aunque sean sus hermanas; quien realmente la quiere es Anna, que oficia casi como una madre suplente y que atiende un paroxismo de dolor de Agnes abrazándola en sus grandes pechos desnudos. La maternidad opera también como otra paradoja: Karin y Marie son casadas y tienen hijos, pero éstos no son parte esencial de sus vidas. En cambio Anna, que ha tenido y perdido una hija de pocos años, la sustituye de hecho con Agnes. Y a su vez Agnes, que se ha creído rechazada por su madre ya muerta, acepta a Anna como madre real. En ese contexto, se yergue todavía otra paradoja: Karin y Marie han tenido hijos, pero la soltera Agnes, que es más noble que ambas, sólo alberga en su útero al cáncer. Toda la situación es una variante de la que Bergman narrará en Tres almas desnudas (1957), donde la parturienta que esperaba con ansia a su hijo terminaba por perderlo, mientras la madre soltera, que maldecía su propio embarazo, terminaba por encontrar en ese hijo una inesperada justificación de su existencia. Allá como acá, Bergman señala, con humildad y sin énfasis, los caminos misteriosos de la vida. Es característico que lo haga con personajes femeninos, concediéndose una cuota extra de irracionalidad y de sentimiento.
El asunto se integra plenamente con la temática que Bergman ha frecuentado a lo largo de tres décadas, al punto de que aquí y allá pueden advertirse rastros de otras figuras y otras situaciones ya conocidas en su filmografía. El tratamiento dramático exhibe en cambio su cuota de originalidad. Con más plenitud que en otros films, el creador utiliza aquí un formato semejante al de un cuarteto de cuerdas: cada instrumento tiene su oportunidad solista, pero retrocede después a oficiar de contracanto de otro, o a integrarse en el conjunto, mientras el canto se va modulando en variaciones y ecos de sí mismo. Al borde de su muerte, Agnes recuerda inevitablemente su infancia, la sensación de creerse rechazada por su madre, que aparentemente prefería a Marie (y la madre y Marie son interpretadas por la misma Liv Ullman), el momento posterior en que ese aparente rechazo se convierte en una eclosión de amor y en una sucesión de caricias entre manos y rostros. Más tarde, una similar oposición enfrenta a la severa Karin y a la coqueta Marie; son hermanas, fueron amigas, ahora se han reunido ante la agonía de Agnes, y tras un diálogo áspero resuelven quererse, con otra sucesión de caricias en los rostros y un torrente de palabras que el film no deja oír, porque están sustituidas maravi- ilusamente por un solo de violoncello.

Hay otras correspondencias y otros contrastes dentro del tejido dramático. Tanto Agnes como Anna han vivido privadas del amor de un hombre, pero Karin y Marie, casadas y con hijos, viven con hostilidad la relación con sus maridos y aun con un ocasional amante. Y más profundamente, cuando Agnes muere, el pastor protestante dice con solemnidad que su propia fe siempre ha sido débil y que Agnes poseía una fe mayor, aunque ahora está muerta. (El personaje es una réplica del vacilante pastor de Bjornstrand en Luz de invierno). Puesto a dibujar personajes, Bergman no se conforma con características exteriores, sino que enfrenta a unos con otros, como un verdadero dramaturgo. Lo ha hecho durante toda su carrera, pero recién en la última década consiguió economizar en diálogos y desnudar cruelmente el centro de los conflictos. Quien haya creído muy truculenta la escena de la violación en La fuente de la doncella debe saber que la agonía de Harriet Andersson en este último film supera todas las marcas, con una orgía de gemidos, gritos roncos v convulsiones, que cámara y micrófonos recogen en primer plano, como si la muerte fuera un personaje más. Ninguna actriz había llegado antes a tal convicción de agonía, con un prodigio de mímica y ademán que no necesita de diálogo alguno.

La misma crueldad adjetiva otra secuencia alucinante en que Karin, dispuesta a rehuir el contacto con su marido, prepara con solemnidad de rito su propio sacrificio y se introduce en el sexo un trozo de cristal, para sangrar deliberadamente y para ser repulsiva, embadurnándose la cara con su sangre. El episodio aparece aislado dentro de la anécdota, sin un enlace con lo anterior y lo posterior, pero lo mismo ocurre con otra secuencia en la que Marie engaña a su marido con un médico, provocando después un grotesco intento de suicidio en ese marido, que se clava un cuchillo en el estómago. En uno y otro caso, la crueldad física opera como una sublimación de las tendencias de ambos personajes: en Karin para cifrar su rechazo por todo contacto humano, en Marie para expresar su vacilación ante el sufrimiento ajeno, como lo ratifica posteriormente una escena suya frente a la agonía de Agnes. Los dos episodios no deben ser entendidos como parte del relato en tiempo presente, sino como recuerdos y aun mejor como pesadillas de Karin y de Marie. Es habitual que Bergman utilice un racconto o una fantasía (el cuento de los payasos en Noche de circo, el sueño de Cuando huye el día) para sintetizar apretadamente algunos datos dramáticos complementarios del relato principal. Pero es recién en su obra de la última década que esos episodios laterales aparecen deliberadamente confundidos, sin una etiqueta que los marque como sueño o como recuerdo. Eso ha podido confundir a algún espectador de Persona o de La hora del lobo, ansioso de averiguar si ha visto algo real o algo imaginario. La obvia respuesta de Bergman (como la de Buñuel en La Belle de jour) es que todo es imaginario, incluyendo el film mismo, y eso da un motivo a la prescindencia de etiquetas. No importa ya saber si Karin se introdujo un vidrio en el sexo para lastimarse deliberadamente; importa en cambio que Karin sea capaz de tener esa loca idea, y saberlo así ayuda a entender el personaje.
Cuando se advierte hasta dónde es débil la frontera entre lo real y lo imaginario, se entiende mejor una secuencia final y fantástica. Ya ha muerto Agnes y se ha pronunciado el sermón, pero Anna siente desde la cocina, una vez más, el llanto de dolor de la enferma. Va hacia ella, pasa junto a las hermanas, que están quietas en el salón, y oye que insólitamente Agnes está allí y pregunta:
-¿Ahora tienes miedo de mi?
Anna sacude la cabeza. No, no tiene miedo.
-Estoy muerta, como ves.
-Es sólo un sueño -susurra Anna.
-No, no es un sueño -contesta Agnes.
-Quizás para tí es un sueño. Pero no para mí.

Con más claridad que ningún otro fragmento, esa secuencia se introduce en el reino de lo imaginario: para el sentimiento y la memoria de Anna, la muerte de Agnes redobla su presencia. Más poética y sentimental, pero igualmente fantástica, es la escena última, extractada del diario de Agnes: una reunión de las tres hermanas en el jardín, al principio de la enfermedad, con un clima de paz y de armonía, más una hamaca de tenue movimiento. Cronológicamente anterior a todo lo relatado por el film, y quizás idealizado por Agnes, el episodio aporta un aire nostálgico como comentario final al drama: se nutre de lo que pudo haber sido y no de lo que fue.
A través de tres décadas de cine, con 34 films propios y seis libretos para films ajenos, Bergman ha mantenido una fidelidad consigo mismo de la que sería difícil encontrar parangón en todo el cine. En su propio texto descriptivo sobre Gritos y susurros se adelanta a advertir que temas, intérpretes y personajes son con escasas variantes los mismos de siempre ("sólo que ahora. somos todos un poco más viejos") y efectivamente sería fácil enlazar las ideas de este asunto con las de varios precedentes del mismo Bergman. Eso es cierto en el detalle de las secuencias (el final se asemeja al de Cuando huye el día, la relación entre Karin y Marie es muy similar al de las hermanas de El silencio) pero mucho más cierto en la temática general y en las inquietudes que transporta a su espectador. Con obstinación que supone un fundamento, Bergman se niega a tratar problemas sociales o económicos, ni historias de acción o de suspenso. Su mundo propio es el de las relaciones humanas, en términos de padres e hijos, maridos y esposas, patrones y sirvientes, más las inquietudes sobre Dios, el nacimiento, la muerte o el infierno, que conforman todo un costado metafísico. Esa obstinación ha conquistado a Bergman el rechazo de algunos observadores, especialmente suecos (Bo Widerberg no quiere saber nada con las relaciones entre Bergman y Dios) pero igual daría rechazar a Dostoyevsky por no ser bastante moderno: la simple respuesta es que la obra de Bergman no necesita ser actual porque ha llegado a ser permanente. Ver El séptimo sello como un tema medieval supone no entender su relevancia presente.

La fidelidad a sí mismo se extiende. más allá. Cuando utiliza cajitas de música y sombras chinescas, cuando enmarca el tema con las estatuas y los relojes de las primeras secuencias, Bergman está repitiendo, deliberadamente, los datos que identifican al film como obra propia, mientras al mismo tiempo acota su carácter de ficción, de relato imaginario que lleva a pensar en la realidad, mucho más allá de lo que conseguiría el retrato de la realidad misma, Hace diez años intentó por primera vez el color en Ni hablar de estas mujeres, con el resultado de que los críticos subrayaron que el color no hacía falta allí. Pero esas experiencias traen resultados. La plástica de Gritos y susurros ostenta un virtuosismo deslumbrador, no ya por ningún despliegue de fuegos artificiales sino porque está aplicada a subrayar matices dramáticos. El rojo de alfombras, cortinas y mantas se extiende a toda la pantalla para esfumar rostros y yuxtaponer escenas; sea o no el color adecuado para "el interior del alma", como quiere su creador, es también el fondo debido para los vestidos blancos de las cuatro mujeres, particularmente en la última y deslumbrante secuencia. Tras muchos años de trabajo junto a Bergman, el fotógrafo Sven Nykvist merece sentirse menos relegado que antes.
A la inversa, cabe preguntarse cómo hicieron los críticos de Nueva York para elegir a Liv Ullmann como la actriz de 1972; en un elenco superior, Harriet Andersson rinde la mejor interpretación de su carrera.
Por Homero Alsina Thevenet (H. A. T.)
Fuente: revista filmar y ver, año I, numero 2. Septiembre 1972, pagina 6
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